Suave



El comienzo es perder una prenda cualquiera en alguno de esos pasillos oscuros en los que el olor a cuerpo desesperado mata cualquier atisbo de razón. Antesala inevitable de lo que viene después. O lo que es peor, de lo que no llega nunca. El monstruo sin cabeza sigue asido a mi espalda, exactamente a la tercera costilla, la defectuosa, la más frágil y carente de todo sentido. Siento su respiración entrecortada que no proviene de ninguna parte. A veces en el cuello, a veces en la axila, a veces en ese punto exacto en el que tú me marcabas y me retorcías hasta conseguir que dudara de lo real para arrancarme, no siempre, un suspiro redondo y perfecto. Aún siento cómo se contrae cuando intento buscarle la boca y sólo alcanzo a morderme en el hombro. La herida, producto de semejante ejercicio de contorsionismo inútil, comienza ya a tomar proporciones desmesuradas. Algo así como un cráter sin fondo que supura ausencia a partir de una hora concreta y que es el culpable de que haya tenido que abandonar determinadas posturas. Verticalidad y desproporción. Ahora sólo duermo si me atan las manos tras la espalda y el monstruo me acaricia la punta de los dedos, suave, como si no le importase demasiado en realidad.